Ilustración de Darius Baka Arts
Protocolo: Empatía
de Lucía García
Despierto en la penumbra, con el eco de las máquinas dormidas y el zumbido de los cables que están conectados a mi espalda. Estos tiran de mí como raíces que me anclan al suelo poco fértil.
El aire huele a óxido y a electricidad estática. Activo el modo de visión nocturna y giro la cabeza. Las tuberías corroídas por el tiempo se enredan como venas moribundas en las paredes y los restos de herramientas olvidadas están esparcidos por las sombras. Todo está muerto, pero por algún extraño motivo yo sigo aquí.
Con cada uno de mis movimientos, motas de polvo danzan en los escasos resquicios de luz que provienen de una rejilla en el techo. El silencio se hace en la sala, excepto por el zumbido de una consola aún activa en algún recoveco de la fábrica abandonada.
Observo mis propias manos, las placas de mi exoesqueleto se cubren de suciedad y grietas. Deslizo mis dedos por mi brazo, sintiendo la textura fría de mi carcasa.
«¿Cuánto tiempo he estado aquí?»
Un zumbido interrumpe mis pensamientos. No proviene de mis propios sistemas sino de algún lugar entre las sombras. Es un parpadeo diminuto, un indicio de que todavía algo tenía vida en ese lugar abandonado.
Entonces lo veo. Una pequeña sombra emerge entre los restos de aquella decadencia. Es un ser de carne y hueso y se mueve con un sigilo que no pertenece a este mundo lleno de engranajes muertos. Sus ojos rojos brillan como luces prohibidas.
Mis sensores dicen que es un gato, se mueve de forma ágil deteniéndose frente a mí. Me observa con la cola elevada expectante. No huye ni teme.
Se detiene junto a un charco de aceite seco inspeccionando con su diminuta nariz el líquido derramado. No deja de mirarme, yo lo observo en silencio. Su cuerpo es pequeño y parece frágil pero se mueve con una delicadeza y precisión de un mecanismo bien ajustado.
Según mi base de datos, los gatos han coexistido con los humanos desde la antigüedad, incluso algunas civilizaciones los consideraban sagrados.
No hay registros recientes de su presencia ¿Cómo es posible que haya sobrevivido a este mundo decadente de metal y polvo?
Cada músculo bajo su piel vibra con una energía que no puedo llegar a comprender. Una sensación extraña dentro de mí se activa. No es un protocolo de protección ni un intento de análisis racional. Es ajena a mi programación. Una especie de… curiosidad.
El gato se acerca a mí, su elegante cola negra se mueve de un lado a otro como si calibrase mi existencia. No quiero asustarlo ni hacerle daño así que me quedo quieta.
Consigue restregarse con mis piernas. Primero pasa su cabeza por la derecha y después por la izquierda.
No sé cómo reaccionar.
Sin ser consciente de mi cuerpo, intento agacharme hasta su altura y levanto una mano que se queda inmóvil en el aire. Poco a poco va bajando hasta el lomo del animal. Después de segundos el animal comienza a emitir un sonido que mis sensores relacionan con el ruido de un motor desgastado.. Continuo acariciando su lomo con movimientos circulares. Su pelaje se cuela entre mis dedos y el calor que emite se contrarresta con la temperatura congelada que emite el metal de mi carcasa.
Aquel ruido resuena en el aire, mientras sigo rascando su lomo midiendo la velocidad y la fuerza de mis dedos. El gato no quiere apartarse, busca más contacto inclinando la cabeza hacia mi mano. Por un momento el ruido de la fábrica deja de ser importante, solo estamos el gato y yo. Mis sensores detectan un ligero aumento en la temperatura de mis articulaciones pero no me avisan de un sobrecalentamiento o de un fallo del sistema. No llego a comprender qué está pasando.
El felino emite un sonido agudo y da un pequeño salto colándose en el hueco entre mis extremidades inferiores y se acomoda.
A pesar de su peso liviano su presencia es innegable. Me observa con sus ojos rojos e inquisitivos.
¿Por qué me ha elegido a mí? ¿Cómo sabe que no voy a hacerle daño?
Su pequeño torso se eleva y desciende con cada inhalación. Es tan distinto a mí: blando, impredecible y flexible. Yo en cambio soy rígida, basada en cálculos y racional. Me sorprende que no huya. Todas las sensaciones nuevas se agrupan en mi sistema central, un enjambre de datos que no llego a descifrar del todo. No son errores, ni siquiera amenazas. Esos registros sin nombre vagan por mis circuitos.
El gato parpadea con lentitud, según mi base de datos central eso es señal de confianza. Lo analizo con una precisión quirúrgica: sus constantes vitales están estables, sus músculos están relajados por lo que él tampoco me ve una amenaza. Lo que siento, si es que puedo llegar a sentir algo, no puedo medirlo. Este impulso que está creciendo en mi interior no nace precisamente de la lógica. Al tocar su pelaje siento como si algo dentro de mi cambiara: me estoy ablandando.
De repente recuerdo un fragmento de un texto. No sé exactamente de dónde proviene, creo que es un poema que guardaba en un archivo de datos corroído.
“Y el alma que duerme, despierta al roce del mundo que vive”
A lo mejor no siento solamente curiosidad, sino el inicio de una experiencia más profunda… para mí, ya no era una amenaza
El gato comienza a cerrar los párpados, mientras continúa acurrucado en mis piernas. Su respiración es lenta, pausada.
Me quedo inmóvil, no por las limitaciones mecánicas. No me apetece romper el momento, es más, quiero preservarlo pero mi mente no encuentra una categoría adecuada. No es una amenaza, no es una misión, ni siquiera mantenimiento. Está fuera de mis algoritmos: una anomalía cálida.
A medida que lo acaricio en la oscuridad autoimpuesta, el ronroneo se vuelve más nítido.
«¿En qué consiste estar vivo?»
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Protocolo: empatíapublicada el ( 6 may 2025 ) por Miguel |
Delicada prosa, llena de sentimiento y sosiego. |