"LOLO, EL LORO MOTERO"
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"LOLO, EL LORO MOTERO"

Cuento infantil de Juana Ma. Fernández Llobera

Juana Ma. Fdez. Llobera | 16 ago 2025


Lolo, el loro motero

Silvia es una niña de once años a la cual le gustan mucho los animales, razón por la cual sus padres le habían regalado un perro llamado Pumbi cuando cumplió diez años. Un día en que paseaba por su pueblo en bicicleta, llevando a Pumbi en una cesta delantera de mimbre, vio en el arcén de  la carretera que va a su casa un loro que parecía estar en mal estado. Se acercó y vio que tenía una ala mal, así que lo envolvió en un paño que siempre lleva en su bici y se lo llevó a su casa para poder cuidarlo y que se pusiera bien. Sus padres en principio pensaron que no era muy buena idea tenerlo, pero Silvia insistió tanto que, después de llevarlo al veterinario, se quedaron con él. Supieron cómo se llamaba porque el loro, en cuanto estuvo un poco mejor, comenzó a decir: 

—Yo, Lolo. ¿Y tu?

Así que estando con Silvia y compañía, Lolo mejoró en poco tiempo. Al cabo de una semana de estar completamente recuperado, Lolo desapareció una mañana de sábado. Silvia cuando vio que no estaba se puso a llorar, tras lo cual comenzó a buscarlo por todos los sitios que se le ocurrió, pero no logró hallarlo. Volvió a casa muy triste y su madre, al verla así, llamó para que trajeran la pizza que más le gustaba a su hija, de la cual sólo comió un pequeño trozo, lo cual era muy raro en ella.

A la mañana siguiente, Silvia fue por todo el pueblo en bici, parándose a preguntar a la gente por si habían visto a un loro verde. Nadie lo había visto y no consiguió dar con él. Luego se fue con Pumbi al bosque y se sentó en una roca grande que había en un lado de uno de los caminos de tierra, sacó de su mochila la armónica y comenzó a tocar. Era la manera de sacar lo que sentía.

Una semana después de que Lolo se fuera volando de casa de Silvia, llegó al pueblo un grupo formado por ocho moteros. Se pararon a tomar algo en la terraza del bar que estaba situado en la plaza principal. Después de estar un buen rato riendo y haciendo bromas entre ellos, cogieron las motos y se marcharon. Silvia se cruzó con ellos cuando se iban. Uno de ellos, el más joven, le dijo adiós con la mano, a lo cual Silvia contestó de la misma forma.

Silvia, pasados ya casi quince días, ya dio por sentado que Lolo ya no volvería, así que tenía que dejar de pensar en él y seguir su vida como antes de que él apareciera. Se fue a jugar al bosque con sus amigos Andrea y Pedro, acompañada por su inseparable Pumbi. Allí, sentados en una roca, Silvia le contó a sus amigos momentos divertidos que había vivido con Lolo, como aquel en que se estaba bañando en la piscina y Lolo se posó en su cabeza.

Un mes después de haber estado en el bosque con sus amigos. De nuevo llegaron moteros al pueblo, pero esta vez eran nueve. Uno de ellos, con barba larga y pelo recogido con una coleta, llevaba en el hombro un loro. Silvia, al verlo de lejos, ya que estaba jugando con sus amigos, supo que era Lolo y corrió muy rápido hasta que llegó a la altura del hombre.

—¡Lolo, Lolo! Me alegra que estés bien.

Lolo batió las alas y voló desde el hombre hasta el hombro de ella, así que Roberto, al verlo, supo que era amiga de loro.

—¡Hola, señor! Me llamó Silvia. Me encontré a Lolo mal herido y me lo llevé a casa para curarlo. Lo llevé al veterinario porque tenía una ala muy mal.

—¡Gracias, Silvia! Es un gesto muy bello por tu parte. 

—¿Hace mucho que está contigo? ¿Qué es lo que pasó?

—Pues verás, tuvimos un accidente y yo me rompí un brazo, y tuve muchos golpes por todo el cuerpo. Fue por no atropellar a un perro. Había aceite en la carretera y resbalamos. Se ve que Lolo salió disparado y se debió romper el ala entonces. Como yo no me enteraba de nada por el golpe en la cabeza, a pesar de llevar casco, me llevaron en ambulancia al hospital y Lolo debió quedarse en la carretera. Por suerte, tú lo recogiste. Lolo era muy pequeño cuando me lo dieron, ha vivido muchos años conmigo y lo quiero mucho. Es un loro muy especial, muy listo.

—Sí, lo es. Es muy listo.

—¿Siempre vais en moto?

 —Casi siempre. En ocasiones viajamos en autocaravana. Nos gusta visitar nuevos sitios, conocer otros países.

—¿Va siempre contigo, Lolo? —preguntó Silvia por si había alguna posibilidad de que se lo dejara cuando viajaba. 

—Siempre hemos ido juntos. No sabría estar sin él. Por eso, al salir del hospital, lo busqué como un loco por todo. 

—¿Dónde lo encontraste?

—En el sitio en el que tuvimos el accidente. Él me esperaba posado en una rama.

—Pero yo pasé por allí y no lo vi.

—Porque él me estaba esperando a mí. Supongo que no se dejó ver.

—¿Crees que no estaba a gusto conmigo?

—No, no es eso. Si hubiera estado mal contigo, hoy no hubiera volado hasta ti. Simplemente quería volver a encontrarse conmigo, piensa que ha estado muchos años conmigo.

—¿Os vais a ir pronto?

—Hemos alquilado una casa cerca de aquí, así que podrás venir a verlo a menudo. Si quieres te enseño en qué lugar está. Sígueme con la bici, yo iré despacio con la moto.

Lolo voló hasta el hombro de Roberto, que le puso el casco y las gafas. Silvia los siguió hasta llegar a una pequeña casa de campo a las afueras del pueblo, a no mucha distancia. Había en esa casa una mujer con un niño de la edad de Silvia. Roberto le presentó al niño que se llama David, que es su sobrino, y también a su hermana Carmen. A partir de ese momento, muchos días, al salir de clase, iba directa a ver a Lolo, y se quedaba un buen rato jugando con David y el loro, que iba de uno a otro.  

Pasados los meses, un buen día, Roberto llevó a la niña una cesta de mimbre con un regalo: era un pequeña loro hembra, hija de Lolo, a la cual Silvia le puso el nombre de Mai. Entonces la niña siempre fue con sus amigos Pumbi y Mai a todos sitios. La lora resultó ser tan divertida como su padre.

 

                                              Juana María Fernández Llobera

Las actividades del Centro Intercultural Hipatia son apoyadas por la Fundación Guillem Cifre de Colonya Caixa Pollença

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